En los primeros días de septiembre del año anterior (2015) recibí un reporte médico de esos que tienen la capacidad de golpearte fuerte, de robarte toda alegría y de lanzarte al vacío de un futuro incierto. Los exámenes revelaron que había un tumor de tamaño mediano en mi útero. Todos los síntomas y pruebas apuntaban a que se trataba de un cáncer maligno con la posibilidad de que estuviera extendido. Mi médico optó por ser directo y no darme muchas esperanzas. Con honestidad te digo, ese día no vi un rayo de luz. Pocos días antes había fallecido una amiga de mi infancia que también recibió el mismo diagnóstico solo seis meses antes del día que partió. Sentí que mi destino era el mismo y que mi tiempo en este mundo había llegado a su fin. Me sentí triste. Me inundó el pesar de saber que mis hijos, que aún son pequeños, quedarían sin su madre. Me puse a pensar qué iba a ser del futuro de mi esposo. Me asfixiaron las imágenes de un cuadro trágico y lúgubre en el curso de la vida de mi familia. Entonces me vi a mí misma en ese hoyo de la desesperación, ahogada por los pensamientos a los que yo estaba dando rienda suelta. Y desde el fondo de ese lugar oscuro, clamé al Señor. Le pedí que me rescatara, que me guardara de la falta de fe y de una actitud negativa. Le rogué que me librara de mí misma.
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Era sábado en la noche. Habíamos decidido ir a una plaza cercana para comprar un par de zapatos deportivos que necesitaba una de nuestras hijas. No teníamos apuro, por lo que íbamos despacio en nuestro auto, contemplando las luces de la ciudad mientras conversábamos. En esos días teníamos un conflicto, una situación inusual con un cliente que, por razones fuera de su control, no nos había pagado una fuerte suma de dinero que correspondía a nuestro trabajo de cuatro meses en dos de sus proyectos grandes. Cinco de nuestros colaboradores trabajaron con nosotros en estos proyectos, pero a ellos no les hicimos esperar; les pagamos a tiempo usando nuestros ahorros personales. Dado que el cliente nunca nos habló de sus problemas financieros y nosotros habíamos confiado en su puntualidad, habíamos adquirido compromisos económicos, a los cuales ya estábamos fallando. Varios meses habían pasado y la cantidad en juego se hacía aún mayor. Nuestra situación económica se tornó muy ajustada; pues habíamos contado con ese dinero para vivir por un par de meses mientras trabajábamos en otros proyectos para otros clientes, cuyos pagos no llegarían hasta terminar cada asignación. En medio de todo esto llegó enero, el mes en el que damos nuestras primicias. Hemos aprendido que las primicias son la totalidad de nuestros primeros ingresos del año. Esto es así para nosotros por la naturaleza de nuestro trabajo, pero esto puede variar dependiendo de la situación de cada persona. Quizás para ti sea la entrega de tu primer sueldo del año, o los ingresos de tus primeras ventas, o de las primeras bendiciones económicas que has recibido en el mes. Nuestro primer ingreso del año fue el pago de un proyecto pequeño, pero que cubriría nuestras cuentas del mes sin problema. Sin embargo, hicimos cuentas. Volvimos a hacer cuentas. Tratábamos de hacer ajustes para no dejar de cubrir ningún rubro, pero al final el resultado era el mismo: si dábamos las primicias en enero, no tendríamos suficiente dinero para cubrir varias de nuestras deudas. Pero nos preguntábamos cómo íbamos a hacer para cubrir lo demás. De dónde íbamos a sacar el dinero para comprar la comida y el regalo de cumpleaños de nuestro hijo, Nicolás, que en un par de días cumpliría 13 años. Qué proyecto podíamos terminar más pronto de lo normal para poder cobrar antes. ¡Qué íbamos a hacer!
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AutoraElena de Medina. Traductora y editora de literatura cristiana. Empresaria. Esposa y madre. Su mayor anhelo es cumplir con los sueños y el diseño de Dios para su vida. Su pasatiempo favorito es la lectura. Su anhelo es poder ser una mujer que inspira a otras a vivir para el Señor. Archives
marzo 2018
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